lunes, 17 de marzo de 2014

Pintar


Pintar es una de esas cosas que son verdaderamente importantes. ¿Por qué? Muy sencillo. Porque les gusta a los niños. Y como muchas otras cosas tan importantes se nos ha casi prohibido a los adultos. Jugar (jugar de verdad), cantar mal, hacer cosas sin otro provecho que divertirse.

Supongo que estará ya muy pensado por qué un niño es capaz de abandonarse  y sucumbir al prodigio que resulta raspar con la mina de un lápiz de color un papel en blanco (inigualable tesoro) y ver el rastro que deja. Manejarlo, aquí y allí, crear, decidir que esto ahora es un león que vuela, manteniendo el tiempo parado, metido en otro mundo, que puede ser Babia, el reino de las musarañas, o lo que él decida. Trazando con ceño fruncido y sacando la punta de la lengua esa importantísima línea que es vital para que ese mundo siga girando.

Se pinta para expresar algo, que luego se contará o no, es decir, que no se pinta para comunicar. Se pinta por la necesidad de pasar una idea de la cabeza al papel. Una idea importante o no, una preocupación, una cosa feliz, lo que sea. Es una necesidad, no cabe duda. Luego se decide si se compare esa idea con otros o no, si se convierte en una manera de comunicar algo. Puede ser que hacer un dibujo no traiga consigo más que unos cuantos borratajos, nada de gran valor a priori. Pero tiene el mismo valor que las carreras detrás de una paloma, estar en un columpio balanceándose sin más. Son cosas que hay que hacer.

Llega un momento, una vez más, en que a alguien le parece obscena esa manera de disfrutar. Entonces ese alguien se dedica a domar al joven pintor, al pequeño expresante. Y le dice que es muy bonito lo que dice, pero que debe expresarlo en otro idioma para él desconocido, y además en endecasílabos de rima asonante. Y le hace expresar lo que ha sentido otra persona por él, y le obliga a dejar de expresar lo suyo para copiar lo del otro. Y además, y ahí viene lo peor, se juzgará la calidad de su trabajo. Si lo hace mal, todo terminó, resulta que no tiene el don de los elegidos y ese disfrute no es para él.

Si lo hace bien, si resulta que sí tiene ese don divino que se otorga a unos pocos privilegiados, pues peor, porque ya tiene un listón que no se puede bajar, si acaso subir. Ya no es un disfrute, es una obligación, el niño tiene un nuevo problema que consiste en dibujar bien. De expresar y de disfrutar, vete olvidándote.

¿Cómo es posible que sobreviva con semejante panorama alguien a quien le guste pintar? Probablemente a alguno le siga motivando la vanidad del aplauso, que se le apruebe lo que se supone que hace bien. Esto corta cualquier línea que suponga el más pequeño riesgo de dejar de hacerlo bien. Y el resto, pues posiblemente porque su necesidad de expresarse dibujando o pintando sea tan fuerte que la necesidad de la que hablábamos se convierta en algo imprescindible. Es cierto que es necesario comer legumbres, pero se puede vivir sin ellas. Eso no es imprescindible. Para alguna personas dibujar sí lo es. Y desde luego para los niños también.

A cuánta gente le habremos oído decir me encantaría pintar, lo que pasa es que soy un inútil total. ¿Quién habrá decidido que pintar sea hacer las cosas que hacía Velázquez? Pintemos para nosotros, volvamos a sentir el placer de manchar un papel, de mezclar colores, de pasar el tiempo en la inopia, de hacer algo que no valga absolutamente para nada (en realidad como casi todo lo que hacemos). Y si nos molesta que alguien lo juzgue, pues eliminemos a los jueces. Bien sencillo es. Desde luego, no es frecuente oír a alguien decir que no pasea bien, que no tiene el don de hablar por teléfono o que Dios no le ha llamado por el camino de ver la televisión por la noche. Todo esto se hace, gracias a ese mismo Dios que otorga dones y habilidades, con la mayor de las naturalidades y sin más pretensión que disfrutar, o de evadirse o de compartir la vida con otro. Y hay mucha gente a la que no le gusta pasear, y no pasea, y no pasa nada. Pero esas otras cosas se hacen o se dejan de hacer con más libertad.

Sin embargo, para ponerse a rayar un papel, necesitamos de la previa autorización de una corte inacabable de jueces que durante nuestras vidas nos han valorado, corregido, desgraciado y amputado algo, que según se ha dicho, es tan importante. Pero lo más grave de todo es que esa corte la preside el más cruel de todos los jueces, el más implacable, el menos clemente: nosotros mismos.